Por Jorge Raventos
Gradualmente, el país va asimilando la idea de que tendrá que convivir con la amenaza del Covid19 mucho más tiempo del que puede durar una cuarentena. Argentina ya lleva casi cuatro meses de parate y todavía no ha atravesado el demorado pico de la pandemia, que algunos proyectan ahora para entrado el mes de agosto.
Aún después de que se supere esa emergencia mayor, tendrán que prolongarse las medidas de control. Los pronósticos más optimistas aseguran que podría contarse con (al menos) una vacuna antes de diciembre, pero desde ese momento hasta que se pueda aplicar masivamente no hay un instante sino varios meses. Es evidente que ningún país puede vivir esa espera encapsulado y sin actividad. Habrá que combinar el proceso de reapertura de la plena de la actividad con formas de distanciamiento responsable y una vigilancia constante sobre la evolución de los contagios.
A esta altura, una parte creciente de la sociedad parece más preocupada por las perspectivas que deparará la pospandemia que por las cifras cotidianas que transmiten los infectólogos.
En ese marco hay que interpretar el incipiente activismo de los sectores de la producción, tanto sindicatos como organizaciones empresariales. Los gremios sienten los efectos de la parálisis impuesta por la pandemia en empleos caídos, en salarios encogidos por las circunstancias y por los previsibles efectos de la inflación (la actual y la que, por ahora reprimida, se desencadenará en los próximos meses); los empresarios, por las firmas quebrantadas, los insumos importados encarecidos o escasos, el consumo restringido y el crédito internacional obturado por la situación de la deuda.
-La deuda, el gobierno y los empresarios
La previsión de una etapa difícil está contribuyendo a que se afirmen actitudes sensatas y colaborativas. La reciente reunión entre titulares de grandes empresas y líderes sindicales es, quizás, un signo de que se empieza a entender el fondo de una situación que reclama consolidar una plataforma de reformas sobre la que pueda actuar el sistema político, eludiendo la trampa de las grietas y la confrontación estéril.
En el campo de la negociación de la deuda en sede extranjera se han producido algunos hechos prometedores. Contrariando lo que vaticinaban -o alentaban- renombrados analistas (quizás demasiado influidos por la fanfarria de los fondos acreedores), la pulseada con estos no parece fatalmente destinada a terminar en los tribunales de Nueva York sino, más bien, en un acuerdo.
Eso es lo que palpitan los mercados y por ese motivo subieron en Wall Street las acciones de empresas argentinas y cayó el índice de riesgo.
El grupo de acreedores duros que capitanea el fondo Blackrock ha perdido algunos aliados, pese a la estrategia cuasi cartelizadora que despliega Larry Fink, el número uno de Blackrock. “Actúa con una agresividad que no tiene sentido” -definió Hans Humes, conductor del fondo Greylock, al apartarse del Comité de Acreedores de Argentina, del grupo de los duros. Humes consideró que la oferta hecha por el gobierno argentino “es suficientemente buena”y que es más negocio aceptarla que pleitear.
El pool de fondos que lidera Blackrock, después de rechazar la oferta argentina (que equivale a un valor presente de 53,5 dólares por cada 100 de valor nominal) hizo una contrapropuesta reclamando 55,7 dólares por cada 100 de valor nominal. El gobierno advirtió que no modificará su oferta económica , pero se mostró dispuesto a reconsiderar ciertos criterios jurídicos relacionados con las cláusulas de acción colectiva a aplicar en los nuevos bonos, un tema que para los fondos parece ser más decisivo que los 2,2 dólares de diferencia económica.
Los mercados apuestan ahora a que habrá acuerdo porque resulta difícil creer que los bonistas se lanzarán a un juicio por una diferencia de 2,2 dólares y también porque consideran que el estado argentino está negociando de buena fe, lo ha demostrado con sucesivas flexibilizaciones y se declara dispuesto a una más (que incluye el punto jurídico y, quizás, algunos centavos más en la oferta propiamente dicha). “Un juicio sería negocio para los abogados, no para los bonistas”, sentenció el CEO de Greylock al tomar distancia del núcleo duro que acaudilla Larry Fink.
El empresariado local, al que los analistas más escépticos suelen atribuir una postura negativa frente a los negociadores estatales, salió a tomar la palabra sin intermediarios. El llamado G 6 (el grupo de mayores entidades empresariales: reúne a la Unión Industrial Argentina, la Asociación de Bancos Argentinos, la Cámara Argentina de Comercio y Servicios , la Cámara Argentina de la Construcción, la Bolsa de Cereales de Buenos Aires y la Sociedad Rural Argentina) emitió un documento en el que señala que “la Argentina consolidó una propuesta que compatibiliza las posibilidades de crecimiento con el cumplimiento de las obligaciones contraídas, además de reducir las erogaciones futuras (…) el diálogo entablado y la oferta presentada muestran la voluntad del país de despejar las incertidumbres del horizonte financiero (…) ahora, se requiere que los acreedores externos cooperen con un esfuerzo final para concretar la reestructuración consensuada”.
-La perspectiva triste
Los analistas locales inclinados a profetizar un default con consecuencias judiciales sacan conclusiones anticipadas de sus propios vaticinios. Deducen que, condenado por esa situación, el gobierno no podrá cerrar su negociación con el FMI y quedará aislado de cualquier financiamiento de envergadura para resistir la crisis y procurar una recuperación. “Dependerá exclusivamente de la ayuda china”, agregan algunos para sumar alarma política al ominoso paisaje que describen.
La pospandemia sería, desde esa perspectiva, un cuadro signado por la alta inflación, la consolidación del proceso recesivo, el crecimiento de la pobreza y la desocupación (también de la inseguridad), en fin, una situación de extrema dificultad para el ejercicio del gobierno que tendría reflejos electorales muy negativos para el oficialismo el año próximo. Claro está, esa cadena de razonamientos requiere, para empezar a manifestarse, que se cumpla el primer pronóstico. Que por ahora no pasa del estado conjetural.
Esa arquitectura hipotética se apoyó, en principio, en otra sospecha no confirmada: la de que en el corazón del oficialismo reinaba la pulsión defaulteadora, motorizada por la señora de Kirchner, con o sin la coincidencia del Presidente. En esta columna, registrando por cierto que hay sectores oficialistas que rechazan la negociación con los acreedores, sostuvimos una mirada distinta. Decíamos, por caso, en la primera semana de junio: “En 2016 Cristina Kirchner no avaló las negociaciones con los bonistas; el respaldo opositor fue facilitado por la entonces habilitada “avenida del medio” del peronismo alternativo por la que transitaban Sergio Massa, Miguel Pichetto, Juan Schiaretti… y también Alberto Fernández… Esta vez, aunque muchos kirchneristas rezonguen o se opongan, la señora de Kirchner está adentro. Quizás en el límite…pero del lado de adentro de una política antidefault (para decepción de sus duros…y de los de enfrente)”.
Que tanto el Presidente como la vice estén jugando con firmeza a resolver la situación de la deuda y respalden la negociación que ejecuta el ministro Martín Guzmán es un dato más del que ahora toman nota los mercados y una obstrucción en aquella cadena de razonamientos que prevé la judicialización del default.
-La pandemia y el Titanic
Que el tema deuda encuentre una solución negociada en las próximas semanas y que, a partir de ese hecho, se facilite la conversación con el FMI (que ha venido desarrollándose discretamente por cuerda separada) no equivale a que encarar la pospandemia y atravesarla vaya a ser un paseo. Ni mucho menos.
Lo que supone consumar esos pasos (acreedores, FMI) es que el Estado va a contar con fuentes de financiamiento distintas y no sólo dependerá de la emisión; que las empresas argentinas (empezando por las más competitivas) podrán acceder más razonablemente al financiamiento del mercado. Pero eso no resuelve automáticamente la herencia que dejan la suma del estancamiento añejo (heredado) y la parálisis determinada por la pandemia ni los nuevos desafíos que plantea la aceleración del cambio de época determinada por la crisis global que impuso el coronavirus.
La Argentina que emergerá de esta etapa va a tener que encarar simultáneamente reformas largamente postergadas y situaciones de emergencia para cubrir las necesidades inmediatas de aquellos a quienes la crisis deja a la intemperie. Y deberá hacerlo con recursos muy acotados y en un estado de mucha fragilidad política.
La pandemia dejó a la vista la debilidad y desorden que reinan en el Estado. Si la cuarentena tuvo que empezar tan precozmente (y luego necesitó extenderse hasta lo intolerable) fue porque había que generar un tiempo indispensable de preparación para que el sistema de salud se pusiera en condiciones de afrontar el desafío del virus: había que armar desde instalaciones de terapia intensiva hasta, lisa y llanamente, hospitales; había que conseguir insumos y poner en marcha laboratorios de análisis.
Quedó claro que el Estado no ha provisto ni agua ni cloacas a grandes contingentes de nuestra población; ni qué decir de internet y el acceso a redes y dispositivos que en situaciones como esta (¡y en la vida actual!) son indispensables para la comunicación, la instrucción, el comercio.
La precariedad del Estado se agrava por la división que reina en sus gestores políticos: la grieta que avanzó en el país en los últimos años obstaculiza una gestión cooperativa y responsable de los esfuerzos colectivos. Los esfuerzos por construir un sistema de autoridad representativo y plural, colaborativo y eficiente chocan contra la acción de intereses particulares y de fracciones extremas y facciosas que disparan un mensaje de odio, sospecha, revancha o exclusión.
En las condiciones dramáticas agudizadas por la pandemia, esas acciones son como pasos de baile en la cubierta del Titanic; discusiones estériles que ocurren mientras la sociedad se independiza paulatinamente de las instituciones, desobedece las instrucciones (la circulación de personas (durante la última etapa de la cuarentena “dura” fue desafiada por la mayoría de la población del AMBA) o se defiende peligrosamente por mano propia ante el déficit de seguridad estatal.
Apostar al futuro uso político-electoral de esas tendencias es jugar mezquina y aventuradamente con fuego. La situación crítica, que se abrirá plenamente en la pospandemia pero que ya estamos atravesando, requiere más que nunca la consolidación de un centro político fuerte, plural y colaborativo, que amplíe a nivel nacional los pasos que ya practican los ejecutivos de la Nación, de las jurisdicciones del AMBA y las provincias. Los instrumentos de participación serán útiles si contribuyen con responsabilidad a fortalecer esa construcción. El Consejo Económico y Social que propuso en su momento el Presidente puede colaborar en el diseño de políticas de largo plazo, que ayuden a definir un horizonte compartido y alienten la esperanza y el espíritu de cooperación. Los actores empiezan a exhibir su voluntad de intervenir. Se trata de contenerlos y conducirlos.